En un rincón del tiempo, dos personas se encontraron sin buscarse. Nada especial marcó ese primer encuentro, salvo una sensación tenue, como si ya se conocieran de antes. Durante un año, compartieron momentos pequeños, palabras sueltas y risas que, sin saberlo, empezaban a construir un lazo.
Ninguno de los dos se atrevía a ponerle nombre a lo que sentía. Había algo, sí. Algo que se colaba entre líneas, que temblaba en los silencios largos y se ocultaba detrás de frases casuales. Les costaba decir lo que realmente pensaban. Y así, su cercanía se volvía un juego de adivinanzas entre dos corazones inseguros.
Con el tiempo, llegó un momento en que lo contenido ya no cabía dentro. Se confesaron. No con fuegos artificiales, sino con palabras suaves, casi como si pidieran permiso al universo. Por fin sabían que no estaban solos en lo que sentían.
Pero las historias más bonitas no siempre caminan recto. El mundo, con su ruido y sus pausas incómodas, se metió entre ellos. Circunstancias, decisiones apresuradas, y lo no dicho empezaron a deshacer lo que tanto costó construir. Y así, lo que pudo ser... se quedó en pausa.
Aunque el hilo pareció romperse, algo en ellos nunca soltó del todo. A veces, cuando dos almas se entienden más allá de las palabras, la historia insiste en volver a escribirse. Ahora están de nuevo en ese intento, avanzando con cautela pero con decisión, reconstruyendo sin prisa lo que un día casi fue.
Quizá no se hayan dado cuenta aún, pero esta historia, con cada tropiezo y susurro, no es solo un relato. Es un reflejo. Y si has llegado hasta aquí, Karime, quiero que sepas que esta es nuestra historia. Y aunque no tenga final escrito... me encantaría seguirla contigo.